Relatan que desde los albores de la conquista, el indígena fue considerado poco menos que un animal de carga. Los españoles sólo veían en ellos a los poseedores del codiciado oro o del secreto del dorado, así aprovechaban de su fuerza de trabajo y les privaban de su libertad.
El Virrey del Perú don Francisco de Toledo, en 1574 dirigió la guerra contra
los chiriguanos. A pesar de las matanzas, fracasó en su intento de reducirlos. Diez años después, la audiencia de Charcas resolvió declarar nuevamente guerra a los chiriguanos.
La declaración expresaba: “Tenerles por cautivos y esclavos. Mujeres y descendientes deberían quedar como Yanaconas”. Además dicha resolución mandaba a que se publique y se pregone a fuego y sangre que los indígenas sean castigados y a los demás les sirva de ejemplo.
Sin embargo, de acuerdo a Aguilera Fierro, los nativos sólo defendían su territorio mientras los españoles ingresaban a destruirles sus rancheríos, cementeras y aprovisionamientos. Finalmente los indígenas capturados eran conducidos como esclavos.
Sin embargo, la tradición oral cuenta que en el corazón del Gran Chaco, en la aldea del cacique Chimeo vivía una pareja de chiriguanos, que se amaban y eran muy felices. Iñiguazu, joven guerrero, desde muy joven se había destacado por su valentía e inteligencia en la defensa de su tribu, así como de las incursiones que efectuaban a otros pueblos. Éste era astuto en las operaciones que preparaba contra los blancos.
Junto al cacique Chimeo participó en varias ocasiones en treguas y conversaciones de paz, convenios en los que casi siempre fueron engañados. No obstante, siempre respetaron la vida de sus adversarios.
La leyenda relata que el joven Iñiguazu era un verdadero guía espiritual, su trabajo lo compartía con Imaybé, su bella y joven esposa, quien era respetada por su laboriosidad e ingenio. Según el relato habían esperado con ansiedad la llegada de su primer hijo y el día estaba próximo.
La dicha de Imaybé era incomparable y su felicidad era compartida por toda la tribu. Más aún, cierto día la comunidad de Iñiguazu festejaba un acontecimiento, cuando de pronto fueron sorprendidos por los soldados españoles, que disparaban sus armas a diestra y siniestra, mataban a mujeres, ancianos y niños, al tiempo que incendiaban cosechas y derribaban chozas.
Pasada la sorpresa, Iñiguazu instruyó a Imaybé que huyera a la selva como medida de seguridad, pues además de la vida de ella, la vida de su hijo estaba en peligro. En el ínterin, ellos se reorganizarían para la defensa. Empero, todo fue en vano. En la sangrienta masacre cayeron muchos indígenas, entre ellos Iñiguazu y el cacique Chimoa.
Según la leyenda, el Caray, un hombre blanco, arrogante e inescrupuloso salió en persecución de los dispersos chiriguanos, no para capturarlos, sino para exterminarlos. Según Aguilera Fierro, ya estaban próximos a Imaybé pero la condición adversa de la selva les dificultaba caminar y avanzar como deseaban. Del mismo modo, la constitución de Imaybé tenía un límite y su estado de gestación no lo soportó. Imaybé dio a luz en un recodo de la maleza. Cuentan que los pasos y voces enemigas se escuchaban cada vez más cerca e intimaban a la indefensa mujer, que en un estado de impotencia, invocó a Tumpa, el Dios de la selva para que la proteja de la carnicería humana de la que eran presa sus hermanos de sangre y ahora ella.
Tumpa, que tantas veces había castigado al usurpador, atendió la invocación de Imaybé y casi cuando estaban sobre ella, la convirtió en una planta de toborochi, árbol pulposo y de hermosas flores.
“Tumpa, prometió que un día devolvería su forma animada a Imaybé y a su niño recién nacido, cuando hayan terminado las injusticias, los odios y las guerras”, relata el escritor.
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