El
Inca que dominaba el Imperio en esa época era el más imponente, cruel y
sanguinario de todos los incas que habían gobernado el Imperio, no
permitía que ni los nobles contradijeran sus ideas.
Este
Inca acostumbraba visitar el adoratorio de Copacawana todos los años en
invierno. Y en esa ocasión de largo trayecto entre cerros y lagunillas
llevaba consigo a su hija cuya fama de belleza y virtudes se había extendido por todo el Imperio.
Esta hermosa doncella que por primera vez acompañaba a su padre en este
largo peregrinar, al llegar al destino, divisó a las orillas del Lago a un joven apuesto de origen plebeyo, del cual
quedo prendada.
El nombre del joven era Kento, y al igual que la doncella, el también le entregó su corazón desde ese primer encuentro.
Mientras duró el viaje, Kento y la doncella se veían a escondidas, pues el Inca jamás aprobaría su amor.
Un día llegaron mensajeros de las tierras alejadas del Inca, llevándole noticias de asuntos que requerían el retorno inmediato a su región.
Un día llegaron mensajeros de las tierras alejadas del Inca, llevándole noticias de asuntos que requerían el retorno inmediato a su región.
El
Inca preocupado por lo que le esperaría afrontar informó a sus
sirvientes que partirían a la mañana siguiente, en cuanto el sol
apareciera sobre el horizonte.
La
noticia fue escuchada por la princesa, que descansaba en el aposento
cercano. Entonces se apresuró a dejar su lecho y recorrió a escondidas
el camino hacia la casa de Kento, aún con la oscuridad de la noche,
deseando acordar un plan para no tener que separarse.
Ya
muy cerca de la casa de Kento, cuando ya imaginaba el momento del
encuentro, por la prisa que llevaba resbaló y cayó en una zanja llena de
grandes espinas que se incrustaron con facilidad en su delicado cuerpo.
La
sangre que regó aquellas espinas, hizo que de los secos matorrales
brotaran muy rápidamente retoños de hojas verdes, que fueron bañadas al
amanecer, con los primeros rayos amarillos del sol.
Cuando
encontraron el cuerpo de la joven ya sin vida, lo vieron rodeado de una
nueva planta con flores nunca antes vistas a las que dieron el nombre
de kentu-uta pankara que significa “flor de la casa de Kento”.
Esas
flores llevaban el verde de los campos, el amarillo de los primeros
rayos del sol, y el rojo fuerte de la sangre noble de la hija del Inca, y
nunca mas desaparecieron.
Kento
lloró a su amada por el resto de su vida, llamándola con el silbido del
viento, la misma señal que antes usaran para facilitar su encuentro.
De
ese nombre se deriva el nombre de kantuta, con el cual se conoce a la
flor en la actualidad, siendo identificada como la flor nacional de
Bolivia por poseer los mismos colores de la bandera que representa al
País.
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